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Educación. Guía para perplejos

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Enkvist, I. (2014).
Educación. Guía para perplejos.
(Madrid, Encuentro), 172 pp.
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Resumen

Deseo comenzar este comentario subrayando algo que valoro de forma especial del libro. Su autora propone lo que piensa de forma completamente clara y diáfana.

Parece que sobraría decirlo, pero no.

Frente al panorama desazonante —hablo, naturalmente, de la impresión que tengo yo— de buena parte de la literatura pedagógica, mucho más comprometida en decir cosas que a todos gusten que en decir algo consistente y nítido, encontrar un discurso así es toda una fiesta.

Inger Enkvist es Catedrática de Español en la Universidad de Lund (Suecia).

Ya es bien conocida en el ámbito hispano por otros trabajos publicados anteriormente.

El último también lo publicó Ediciones Encuentro con el título La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales (2011).

El hilo conductor del que ahora presento es la reivindicación de una «escuela de los maestros» frente a la idea, propugnada por una porción no pequeña de pedagogos, y luego asumida por muchos políticos «progresistas», de que el sistema educativo, en términos generales, y la escuela específicamente, ha de ser un instrumento para el «cambio», y por tanto ha de ponerse al servicio de los diseños de ingeniería social y ahormarse a sus prospectivas.

Teniendo en cuenta esta referencia, y la manera prácticamente indiscutida en que se ha hecho valer en el contexto del discurso pedagógico y sociopolítico, puede decirse que no hay una sola frase del libro que no sea provocativa. Pese al tono distendido en que se desarrolla el discurso, es francamente difícil encontrar en este libro afirmaciones pacíficas, pacíficamente aceptadas por todos o casi todos. Sin ir más lejos —y creo que es una guía para salir de muchas perplejidades que hoy acechan a cualquier observador de la realidad académica en los sistemas educativos que se han implantado en el llamado primer mundo— viene a decir sin ambages que la institución escolar ha ido cayendo en manos de los enemigos del conocimiento.

(En la Universidad el proceso de Bolonia deja ver una tendencia parecida).

En efecto, una pedagogía ideologizada, que ve la educación como la gran herramienta en manos de políticos y burócratas para cambiar la sociedad, se ha aliado con los enemigos del conocimiento —que sólo se interesan por las destrezas y competencias, a costa de los contenidos— precisamente en contra de los maestros.

Con toda limpieza y claridad Enkvist afronta los dos grandes pilares que han sustentado las reformas escolares de las últimas décadas —el constructivismo y la comprensividad— y de paso impugna muchos de los argumentos que las han respaldado, simplemente cotejándolos con los datos empíricos de estudios comparados, y con el sentido común. Un ejemplo: «No es posible diferenciar el pensar del pensar sobre algo. Si se quiere fomentar el pensamiento crítico, hay que fomentar primero o al mismo tiempo el aprendizaje de las materias» (p. 134). Otro, inspirado en el modelo finlandés: «en vez de fijarse tanto en el nivel socio-económico de los alumnos, quizá valdría la pena volver a poner énfasis en el nivel académico de los profesores» (p. 128).

Otro más. La mentalidad «paidocéntrica » que ha invadido el discurso de la aún llamada nueva pedagogía, en vez de respetar a los jóvenes, respeta su juven tud (su inmadurez). «Debido al enfoque en la tolerancia y la inclusión, la escuela se adapta a la inmadurez de los alumnos que no han desarrollado su autocontrol.

La tradición escolar era por lo general la de atender a todos los alumnos a través de cierta uniformidad en la organización y en las exigencias, pero desde hace tiempo se ha impuesto otro enfoque, centrado en el alumno, que hace que todo se focalice en la atención a las diferencias entre los alumnos.

En vez de construir el aprendizaje alrededor de lo que necesitará el alumno cuando sea adulto y pase a ser un ciudadano responsable, toda la atención parece ponerse en lo que ese alumno es y trae consigo como proveniente de una determinada familia. No debe extrañar a nadie entonces que aumente la conflictividad escolar cuando se junta en una misma aula a jóvenes que tienen muy poco en común y a los que, en lugar de ofrecerles puntos de orientación comunes, se les insiste en que la sociedad les debe respeto por su diferencia.

Ciertamente la educación en la escuela debe mostrar respeto por el individuo, pero formando a esos jóvenes para que se conviertan en los adultos del futuro.

No exigir esfuerzos significa respetar la inmadurez del joven» (pp. 129-130). Los sistemas educativos inspirados en la nueva pedagogía, en vez de preparar a los jóvenes para afrontar la exigencia, les «protegen » frente a ella (p. 154).

La crítica de Enkvist a la comprensividad —hoy es la inclusividad el término que ha alcanzado fortuna— no baja de perfil al denunciar una demolición retardada de la institución escolar: «Es perverso hablar de inclusión cuando se mantiene en la escuela a unos alumnos que la destruyen» (p. 18). «Cuando se habla de alumnos con necesidades especiales, se debería hablar también de los alumnos avanzados que se aburren mortalmente en las clases comprensivas» (p. 140). Por su parte, en el libro anterior a este, La buena y la mala educación, la profesora sueca ponía de manifiesto una paradójica situación: precisamente las escuelas más comprometidas con el rendimiento académico promueven más y mejor la igualdad que las que ponen el énfasis en la igualdad a costa de las materias y los contenidos del curriculum.

Al comienzo de este comentario subrayé el carácter polémico de este libro. Y creo que he señalado unos cuantos botones de muestra.

Es ciertamente provocativo, pero no en la forma en que lo son los planteamientos populistas que hoy campan en el discurso político, aunque sea sólo por el simple hecho de que esta señora no acaba de aterrizar en los asuntos de los que se ocupa aquí.

Lleva ya muchos años, como quien dice, «colgada de la tiza», y sabe de lo que habla.

Efectivamente lo que dice es provocador en el más genuino estilo de la ironía socrática.

Nos invita con toda seriedad a volver críticamente sobre lo que sabemos o creíamos saber para evaluar su valor de verdad. En otros libros anteriores —sobre todo en La educación en peligro y en Repensar la educación— lo hace en forma algo más documentada, con citas y aparato crítico. Como ya anuncia desde el principio, en este, que en el fondo es una conversación de espectro bastante amplio, lo hace con un tono ensayístico, pero que en ningún caso oculta un trabajo serio de crítica y reflexión, y que a la postre cuestiona los elementos principales de una pedagogía que ya desde hace mucho tiempo se viene presentando con la etiqueta de progresista.

Como ha señalado el filósofo alemán Robert Spaemann, el progreso ante todo estriba en que no se pierda lo que alguna vez se logró alcanzar. La clave para dar un paso hacia delante —eso significa, en efecto, «progresar»— es hacer pie en algo que hemos logrado. Una consideración tan sencilla me parece que da una clave hermenéutica para entender la propuesta de este libro. Habría que replantear los supuestos básicos de las reformas en los países que registran peores datos de rendimiento académico y fracaso escolar; habría que ver si efectivamente han llevado a un progreso, o si el progreso no consistiría más bien en dar un paso atrás: rectificar y reconocer algunos errores. Esto evidentemente es discutible, y lo que la autora propone lo propone para ser discutido. Pero me parece que es una propuesta catártica en el mejor sentido griego de la expresión: purifica la mirada, y a la vez necesita de una mirada limpia. Requiere la disposición de aprender de la realidad, de atender a ella y a la fuerza de los argumentos.

Hoy día esto no es fácil, porque parece que está prohibido mirar directamente a la realidad. Pretendiendo excluir todo dogmatismo, muchos hermeneutas aseados terminan en uno aún peor que los que ellos impugnan, y que consiste en vetar cualquier forma de teoría que no sea la de establecer un «marco teórico», o sea, en desactivar cualquier tentativa de mirar directamente las cosas. Enkvist desafía estos vetos. Y yo se lo agradezco.

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