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Razón: portería.

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Javier Gomá

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Gomá Lanzón, J. (2014).
Razón: portería.

(Barcelona, Galaxia Gutenberg). 148 pp.
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Resumen

Javier Gomá es Doctor en Filosofía y Licenciado en Filología Clásica y en Derecho.

Ganó las oposiciones al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado con el número uno de su promoción. Desde 2003 es Director de la Fundación Juan March. El propio Gomá ha contado en varias ocasiones que toda su obra empieza con una profunda admiración, en plena adolescencia, por la Grecia arcaica que le llevó a la categoría conceptual de la ejemplaridad.

Veinte años después, ya casado, con su primer hijo, ahora tiene cuatro, y con oficio (decimos todo esto porque en su obra es muy significativo), se forjó un plan de cuatro libros donde desarrolla diferentes aspectos del mismo tema: Imitación y experiencia (2003), Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal (2007), Ejemplaridad pública (2009) y Necesario pero imposible, o ¿qué podemos esperar? (2013).

Ha reunido también sus ediciones, coordinaciones, coautorías, ensayos y conferencias en Ingenuidad aprendida (2011), Todo a mil: 33 microensayos de filosofía mundana (2012), Materiales para una estética (2012), Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música (2012), Muchas felicidades (2014), Carta a las fundaciones españolas y otros ensayos del mismo estilo (2014), y el que presentamos aquí, Razón: portería (2014).

El primero, prologado por el profesor Muguerza y por el que recibió el Premio Nacional de Ensayo, es una obra monumental de más de 600 páginas, constituye, como ha explicado él mismo, «una teoría general de la ejemplaridad, con su parte pragmática y su parte metafísica», y donde comenzó su «crítica exhaustiva contra el giro lingüístico, abstracto, y alejado de la realidad, para proponer su idea del universal concreto del ejemplo». En el siguiente, el mito griego le sirve de vehículo para mostrar la paideia de la ejemplaridad, su formación individual concreta por la que con Aquiles «todos deberíamos pasar del estado estético al ético». En Ejemplaridad pública aparece ya la sociedad democrática y la gran pregunta «¿por qué obedecer leyes y costumbres? Porque salgo del gineceo por la fuerza persuasiva de los ideales encarnados en sujetos normales a través de sus vidas públicas y privadas ». En el último, se ocupa de «la supervivencia del yo más allá de la muerte en conexión con la idea de ejemplaridad, y para ello toma en consideración el caso de Jesús de Nazaret, en cuya persona se unen ambos conceptos (ejemplaridad y esperanza) ».

Vayamos al libro que nos ocupa. Este texto abarca 22 ensayos breves, que aparecieron en el suplemento cultural Babelia, junto con otros publicados por La Vanguardia. La pretensión básica de este autor, de clara influencia orteguiana, es hacer una filosofía que nos ayude a vivir, a comprender nuestras vidas, propósitos y destinos. Como escribió Gomá sobre su propia obra, «en cuanto literatura filosófica para todo el mundo y sobre la totalidad del mundo merece ser calificada doblemente de filosofía mundana». Tal vez sea esta finalidad, que a todos nos interesa, junto con su indudable transparencia narrativa, la que atrapa a tantos lectores.

Pues bien, la lectura de este texto es literalmente absorbente, tal y como pasa con Ortega, pero a diferencia de este, cuando el lector cierra el libro puede explicar lo que ha leído y, sobre todo, tiene la sensación de haber tocado un fondo estable en el intento explicativo de la realidad. Y esta certeza es especialmente importante para la pedagogía cuando, como dice el autor, el problema fundamental de la modernidad es «cómo ser un hombre verdadero » (p. 66, cursiva en el original).

Ya el primer ensayo, La gran piñata, tiene un claro interés educativo. Propone Gomá que las escuelas deberían abarcar dos grandes cometidos: «inculcar hábitos cívicos de convivencia» («el aula como laboratorio de la ciudad») (p. 18) y «trasmitir amor por las disciplinas mucho más que conocimiento positivo de ellas» (p. 18).

Va a defender también, ya en el ámbito universitario, frente al empuje mercantilista de las competencias emprendedoras y empleadoras, las que para él son las grandes competencias: «(…) lo inútil, lo desinteresado, la curiosidad errática y sin objetivo fijo, las horas infinitas aplicadas al cuidado de sí sin mira de rentabilidad, la mocedad extraviada y enamorada (…) tendrán a la postre un efecto positivo en el universitario» (p. 19). En otro momento, Gomá mantendrá que la necesidad de «formar ciudadanos críticos es la principal misión educativa, pero cuidado con formarlos tan criticones que, por exceso de suspicacia, queden inhabilitados para ver lo bueno que tienen delante» (p. 77). Y es que una de las preocupaciones de este autor que ha repetido luego en alguna entrevista es mostrar que «nuestra época es la mejor de la historia universal».

En varias ocasiones, se refiere Gomá, en este texto a lo que llama educación sentimental o educación del corazón. «La persona educada se distingue por ser agradecida» (103). Demanda además la necesidad de una sociedad con personas con buen gusto, elegantes, es decir que sepan elegir de un modo atractivo, «usando para lo mejor una libertad ya conquistada » (p. 71). Y, sobre todo, teniendo en cuenta que la educación sentimental va a depender enteramente de la «ejemplaridad circundante» (p. 138).

Dice Gomá que «quien vive asistido de razones vive mejor» (pp. 10 y 65). Pues bien, esa aspiración a un mejor vivir que la filosofía puede proporcionar tiene que centrarse en resolver el conflicto entre la actual exaltación de la subjetividad, apoyada en una espontaneidad creadora ilimitada, ubicada en nuestro interior, con la clara convicción de que somos sustituibles.

Infinitud y limitación. Horizonte abierto y angustia. Por eso es necesario, así lo defiende el autor, diferenciar una concepción jurídica de la vida privada y otra ética. «Desde una perspectiva ética, existe desde luego la intimidad, pero no estrictamente vida privada, si por tal se entiende un ámbito exento de influencia de ejemplos» (p. 47). La semilla intelectual de Gomá es la ejemplaridad, no sólo el testimonio. Idea importante para los educadores.

Otra propuesta muy interesante del libro es cuando plantea los dos grandes cometidos de la tarea filosófica: establecer ideales al estilo platónico y «hacer aflorar la antropología subyacente a la quaestio debatida» (p. 87). La primera requiere una matización en el ámbito pedagógico.

En efecto, necesitamos ideales, que movilicen las voluntades y las fuerzas sociales pero que sean, en algún modo, posibles también en su aplicación práctica, aspecto que nuestro autor relativiza para la filosofía.

Creo que una idea si es educativa debe poder ejemplificarse. Y creo que reflexionar sobre ese espacio y distancia de hacer realidad un valor a través de una mediación cultural es específicamente conocimiento pedagógico de gran servicio para la humanidad. Por eso la gran pregunta que veíamos antes («cómo llegar a ser un hombre verdadero») es en realidad un interrogante pedagógico.

Uno de los textos añadidos al final de este libro ha tenido una cierta repercusión en la academia. Lleva por título «La deserción del ideal. ¿Dónde está hoy la gran filosofía?». Para Gomá desde hace casi 50 años sólo se han cultivado formas menores de la filosofía: la historia de la filosofía, la crisis total de la modernidad en su conjunto, la crítica del capitalismo y las filosofías culturales y aplicadas. Para este autor la gran filosofía es la que se dedica a establecer ideales unitarios, intemporales y universales, hermosos y nobles, la que «se enfrenta a la objetividad del mundo directa y autónomamente» (p. 111). Es verdad que es necesario echar la vista muy atrás para encontrar el desarrollo de todo un sistema filosófico. Pero no tan lejos para encontrar, bien elaborados y fundamentados, «propuestas de sentido para nuestra experiencia individual» (p. 113).

Tal vez Gomá exagera aquí porque busca la expresión de esos ideales en los filósofos más conocidos, los de renombre, en algunos casos mediáticos. Si hubiese mirado en otras direcciones, menos políticamente correctas, sí habría encontrado esas propuestas.

Hay un capítulo delicioso dedicado a explicar la vocación y sus dos grandes momentos: la visión y la misión. Frente al mundo caótico, algunas mentes privilegiadas tienen la visión del conjunto, del todo, de «un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, un sistema filosófico», y dedican sus vidas, su misión, a «prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio» sin descanso (p. 128).

A Gomá le interesa sobre todo la vocación literaria, en la que incluye a la filosófica, aunque más tarde, en un artículo de prensa reciente, matizará como «literatura conceptual». Este capítulo leído por un pedagogo nos lleva a recordar que la tarea de educar contiene una doble misión: por un lado, ella misma lo es, también con la exigencia de una visión del sujeto en su totalidad —de ahí la importancia de unas acertadas filosofía y antropología de la educación—, y, por otro, que esa visión debe incluir la necesaria ayuda para animar al sujeto a que abrace su propia misión en el mundo.

El libro termina con un canto a los héroes. Tal vez sea uno de los momentos más luminosos del texto cuando Gomá afirma: «¿Qué es lo justo, lo bueno, lo útil, lo santo, lo noble, lo bello, en definitiva, lo humano? Lo que hacen y dicen los héroes.

¿Qué es el ser? El ejemplo personal. ¿Qué es la verdad? Su imitación» (p. 136). El héroe, el ciudadano corriente, es el que hace un uso superior de su libertad y es capaz de responder de su estilo de vida.

En el libro podemos encontrar otros temas inquietantes y ocurrentes: la belleza inconsciente de sí misma que nos sorprende; la irresistible tendencia a desprestigiar el ejemplo positivo para romper su carácter vinculante; las reglas morales encerradas en ejemplos que no me son aplicables lo que me permite escapar de las mismas; por qué obedece la gente; por qué defendemos tanto las leyes y tan poco las costumbres, por qué los científicos son menos vanidosos que los escritores; «dónde están las llaves de la vida» (pp. 9 y 65), por qué es mejor el amor que la amistad; por qué el «sano relativismo» (p. 53) es la condición de posibilidad de una conciencia crítica; por qué aplaudimos a los artistas; cómo conseguir la democratización de la excelencia, etc.

Una de las propuestas básicas de Javier Gomá para poder entender el momento presente y desde la que extrae, a su juicio, muchos de los males que nos acechan en la actualidad, estriba en sostener la idea de que la individualidad posmoderna se configura desde la extravagancia romántica (p. 142). Frente a la exaltación ilimitada de la perspectiva de la singularidad individual, con toques artísticos y creativos, en todos los frentes que miremos (últimamente, por cierto, en nuestro contexto, con todo lo que tiene que ver con la cocina y cómo freír unos huevos), nos propone una dosificación inteligente de esa extravagancia romántica buscando la domesticación y civilización del yo en proyectos concretos de vida cotidiana: «fundar casa y elegir oficio» (p. 86). Por eso va a aplaudir también la función emancipatoria y civilizatoria de las costumbres, no desde un «conservadurismo autoindulgente » (p. 27) sino desde una cultura de la liberación, pues unas buenas costumbres, al decir del autor, «(…) lejos de enajenarnos, ensanchan paradójicamente la libertad que tanto amamos y esto ocurre porque en el proceso de socialización (en la interiorización consentida de ciertos límites externos) el hombre se constituye como individuo y encuentra su forma más propia y genuina» (pp. 70-71).

Tiene razón: necesitamos más héroes normales, más ejemplaridad del sujeto corriente, capaz de vivir épicamente su misión civilizatoria, en silencio, sin hacer ruido, en la normalidad de su hogar y su trabajo, sin arrogancias protagonistas frenéticamente deseosas de ocupar espacios y aplausos. Un sujeto así educado está en las mejores condiciones para captar lo importante. Pero no se nos puede olvidar el otro lado —pedagógico— de la balanza: necesitamos también voces autorizadas, líderes espirituales, protagonistas del espacio público (muchas veces, contra su propio pensar y sentir), cultivadores de una sabiduría humanizadora. Ejemplaridad pues en el ciudadano corriente y ejemplaridad también en los que tienen la misión de ayudarnos a orientarnos. La aportación filosófica más interesante tal vez se encuentre, precisamente, en concebir esa ejemplaridad ni más ni menos como «(…) la vía privilegiada de acceso a la verdad del ‘ser’» (p. 143).

Las aportaciones de Javier Gomá son de indudable interés para la educación y la pedagogía. Sus ideas suponen un aire fresco en el panorama filosófico español por el modo de hilvanarlas y fundamentarlas.

Su estilo es vigoroso, absorbente, riguroso, va creciendo poco a poco y, en ese trayecto, al lector le resuena un fondo de verdad, de que hay algo bueno y verdadero en lo que muestra. Es deudor del mejor humanismo y de la expresión más excelsa de la educación liberal. Por eso llama la atención las escasas referencias bibliográficas al mejor realismo filosófico, pero se lo sabe y lo aprovecha de pé a pá.

Tampoco escribe estrictamente desde la mirada del educador, es decir, no invita o reta normativamente a la acción, pero nos desvela con claridad intelectual fines deseables. En cualquier caso, la pedagogía ha ganado un autor que nuestros estudiantes tienen que conocer para ser mejores educadores y pedagogos. Fernando Gil Cantero

Nota del autor a la reseña de Razón: portería Esta reseña, que practica una hermenéutica hospitalaria y amistosa sobre mi libro, contiene varias observaciones positivas sobre éste. Quisiera expresar por ello mi gratitud al profesor que la firma.

Me mueve ahora, al escribir esta breve nota, el deseo de precisar por qué, como dice el reseñista, la filosofía, a diferencia de otras disciplinas, no debe atender a los aspectos prácticos de los temas que estudia.

Uno de los microensayos reunidos en el libro reseñado lleva por título «Escurrir el bulto». Se usa esta locución normalmente con un matiz de reproche para afear a alguien su falta de compromiso.

El ensayo, intentando una acrobacia conceptual, da la vuelta a ese uso y lo adopta como lema de la verdadera naturaleza de la filosofía. Filósofo es quien se especializa en ideas generales y cumple su misión cuando su filosofía presenta una visión sobre la totalidad del mundo, muchas veces en la forma de un ideal unificador.

La excelencia del ideal no se mide por su aplicación práctica inmediata sino por la perfección que propone, su carácter normativo y dador de sentido y su capacidad para suscitar el entusiasmo. Entre ese plano de idealidad de que se ocupa la filosofía y el mundo real, con sus imperfecciones, resistencias y sinsentidos, se abre, pues, un hiato. Y la filosofía hace bien cuando no trata de saltarse ese hiato y se abstiene de dar recetas políticas, éticas, económicas, jurídicas, estéticas o pedagógicas. En consecuencia, el filósofo, para mantenerse siempre fiel al objeto de su constante meditación, debe escurrir obstinadamente el bulto de cuantas cuestiones actuales, parciales y prácticas se le ofrecen.

Y ahora vienen las matizaciones. En primer lugar, el filósofo es también ciudadano y en calidad de tal puede —y a veces debe— tomar parte en causas políticas, sociales o culturales, ser colaborador activo en ella y allí poner a contribución todas sus capacidades, incluido su pensamiento.

Pero entonces actúa no como filósofo sino como ciudadano más o menos ilustrado.

En segundo lugar, la filosofía sí despliega un efecto en el mundo real de los hombres y mujeres —esta tesis la he defendido con energía en otro sitio—, si bien lo hace a larguísimo plazo, no de manera inmediata.

En este respecto, me gusta distinguir entre la actualidad (periodística, social, política) y realidad, siendo ésta la que permanece actual pasado mucho tiempo y la que, por ese motivo, interesa de verdad a la filosofía.

Con esto quiero decir que el ideal, si lo es genuinamente, acaba transformando la realidad pero sólo con el rodar de muchos años. Por último, la pedagogía, en sus tareas más aplicadas, puede encontrar fuentes de inspiración en esas visiones generales y abstractas de la filosofía sin que por ello los terrenos de una y otra se confundan.

Ojalá sea cierto lo que el profesor Gil Cantero, con sobrada indulgencia, dice en su reseña a propósito de mis libros y que éstos sepan, de verdad, aportar algo a la altísima función educativa que la pedagogía tiene encomendada. Sería una muestra de sana colaboración entre disciplinas.

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